Benjamín Farrington
La mano en el arte de curar
LA MANO EN EL ARTE DE CURAR; UN ESTUDIO SOBRE LA MEDICINA GRIEGA DESDE HIPOCRATES A RAMAZZINI
No es propósito de este ensayo discutir los detalles de la práctica quirúrgica en Grecia, tema que no me encuentro en condiciones de afrontar; quisiera más bien hablar de la medicina griega en conjunto, y examinar el efecto que sobre ella tuvieron los prejuicios de los griegos contra el trabajo manual. Mi propósito quedaría definido con más precisión aún, si aludiera no sólo a los prejuicios contra el trabajo manual, sino también a la pérdida de posición social que ha sufrido el trabajador con el desarrollo de la civilización. En consecuencia, el asunto no queda emplazado dentro del dominio de la ciencia pura, sino de las relaciones sociales de la ciencia, ya ese terreno se limita.
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En su tratado Oeconomicus, Jenofonte pone en boca de Sócrates el siguiente juicio sobre el trabajo manual y los obreros. No quiero detenerme a dilucidar cómo puede conciliarse esa opinión con la creencia tradicional de que Sócrates hubiera sido picapedrero. A la cuestión ¿quién fue Sócrates? apenas si ha podido responderse satisfactoriamente. «Las llamadas artes mecánicas -dice Sócrates llevan consigo un estigma social y son deshonrosas en nuestras ciudades; pues tales artes dañan el cuerpo de quienes las ejercen y hasta de quienes vigilan, al obligar a los operarios a una vida sedentaria y encerrada, y al obligarlos, ciertamente en algunos casos, a pasar el día entero junto al fuego. Esta degeneración física determina también un daño al espíritu. Además, los que se ocupan de estos trabajos, no disponen de tiempo para cultivar la amistad o la ciudadanía, por ello se los considera malos amigos y malos patriotas. En algunas ciudades, especialmente las guerreras, es ilegal que un ciudadano se consagre a trabajos mecánicos.
Como es obvio, una división social tan profunda como ésta, un abismo tal que hace imposible que un mismo individuo sea a la vez trabajador y ciudadano, no pudo dejar de hacer sentir su efecto sobre la ciencia y la práctica de la medicina, tan íntimamente vinculadas a la vida de todos los hombres. Pero este efecto ha sido -hasta donde llegan mis conocimientos muy impropiamente investigado.
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Tres temas me impresionan como los más adecuados para revelar la naturaleza de la influencia ejercida sobre la ciencia y el arte de curar, por la estructura de la antigua sociedad clásica. Antes quiero decir algo sobre la ciencia de la anatomía y la práctica de la cirugía. La palabra cirugía es, naturalmente, la forma moderna del vocablo griego cheirourgia, que significa operación manual. Encontraremos razones para relacionar la decadencia de la anatomía después de Galeno con el viejo prejuicio contra los cheirourgos, es decir, los cirujanos u operadores manuales. El efecto tardó, no obstante, en manifestarse, y su influencia total no se hizo sentir hasta la caída del Imperio Romano de Occidente.
En segundo lugar, deseo referirme a las limitaciones de la ciencia y la práctica médica antigua, con respecto al tipo de individuo y al tipo de enfermedad a que habitualmente se consagraba; y a los que desatendía. En líneas generales, puede decirse que el trabajador era desatendido por la práctica médica antigua, y que las enfermedades ocupacionales eran desconocidas por la ciencia médica. Este fenómeno es más importante que la decadencia de la anatomía, y ha sido menos estudiado. Comenzó a manifestarse mucho antes, sus efectos llegaron mucho más lejos, y demostraron ser mucho más difíciles de superar. La U.R.S.S. es el único país que ha resuelto hasta el día de hoy el problema de proporcionar atención médica a toda su población obrera, y el Hospital de Enfer-
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medades Industriales de Moscú tiene fama de ser una institución única en su género.
En tercer lugar, deseo considerar un fenómeno simultáneo con los albores de los escritos médicos en Grecia, aunque no con los albores de la medicina griega. Me refiero a la invasión de la ciencia médica por conceptos filosóficos a priori. En mi opinión esto está íntimamente relacionado con el tema de la mano en el arte de curar, pues esas especulaciones a priori provenían de aficionados a la medicina que continuaban usando el cerebro pero que habían dejado de utilizar sus manos. Las hipótesis hueras que comenzaron a asediar a la ciencia médica del siglo v a. J. C., en adelante no representan una aberración de la mentalidad individual, sino la consecuencia de una nueva clase social: la clase ociosa. Para ellos la teoría no guardaba relación alguna con la práctica. El cerebro era independiente de la mano. Constituían lo que el profesor Gordon Childe ha denominado «investigadores teóricos». Su triunfo significó transformar la medicina de ciencia positiva en filosofía especulativa.
He de referirme principalmente a dos o tres tratados, de entre los escritos antiguos, pertenecientes al corpus hipocrático: Medicina Antigua; Aires, Aguas y Lugares, y Régimen I-IV. Mi acercamiento a esas obras débese en primer lugar a la influencia de Vesalio y Ramazzini cuyos escritos hacen justicia enteramente a la audacia y origina
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lidad de sus ideas. Como no podía dejar de ocurrir, sus obras contienen muchos comentarios ilustrativos de sus predecesores griegos. Los hombres que constituyen un jalón en cualquier rama del conocimiento, están en situación muy favorable para arrojar luz sobre el pasado de esa disciplina. Habiendo tenido que luchar para descubrir la ruta de avance, están particularmente prevenidos sobre los obstáculos que cierran el paso hacia ella. Siendo claros conocedores de la novedad que desean transmitir, conocen perfectamente su ausencia en la tradición por ellos recibida.
Antes de retornar al primer asunto, quizá convenga decir que si he llamado a este ensayo: Estudio sobre la medicina griega, ello se debe a que no había una medicina romana diferenciada e independiente, y que, si me he aventurado a extender la vida de la medicina griega hasta Ramazzini, en el siglo XVIII de nuestra era, es porque ese gran médico entendía aportar sus innovaciones como contribución a la ciencia y práctica médicas de Grecia.
Ahora retorno al primer tema: La decadencia de la anatomía en Grecia.
En el texto de su gran obra, De Fabrica Corporis Humani, Vesalio presenta una descripción de la estructura del cuerpo humano más completa y ajustada que la que lograron dar los griegos. En el Prefacio intenta explicar por qué el estudio de la anatomía, floreciente entre los griegos durante centenares de años, había decaído después
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de Galeno. El argumento esgrimido en el prefacio será el primero en ocupar nuestra atención.
Según Vesalio, los médicos griegos, cualquiera fuese la secta a la cual pertenecían: Dogmática, Empírica o Metódica, todos convenían en el empleo de tres recursos: dietas, drogas y operación manual. «Y es raro -agrega el mal que no requiere el triple tratamiento. Debe prescribirse una dieta adecuada, las drogas han de prestar también ciertos servicios, y la mano, otros.» El uso de la mano no se limita a la cirugía; también tiene su parte en la preparación de los alimentos y en la composición de las drogas. En consecuencia, si se desprecia a la mano toda la medicina se resiente. Esto es lo que en verdad ocurrió, según Vesalio.
«Después de la invasión de los bárbaros -escribe-, todas las ciencias que antes habían florecido brillantemente y habían sido estudiadas con propiedad, cayeron en la ruina. Entonces, y por primera vez en Italia, los más encumbrados doctores, imitando a los antiguos romanos, comenzaron a despreciar el trabajo manual. Delegaron en los esclavos los tratamientos manuales requeridos por los pacientes y se limitaban a vigilarlos como capataces. Luego fueron seguidos por todos los otros médicos. Eludieron todos los deberes ingratos de la profesión sin renunciar a ninguna de sus pretensiones al dinero o el honor, apartándo
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se así de la práctica de los médicos antiguos. Dejaron en manos de enfermeros la preparación de los alimentos para los enfermos; en manos de boticarios, la composición de las drogas; en manos de barberos las operaciones manuales. De esta manera con el tiempo, la ciencia médica se separó lamentablemente en dos ramas, hasta el punto que ciertos doctores se titulaban a sí mismos médicos y se arrogaban la exclusividad de prescribir drogas y dietas para oscuros males, abandonando el resto de la medicina a los que denominaban cirujanos y consideraban casi como esclavos y alejándose lamentablemente de la rama principal y más antigua del arte médico, y la que en más alto grado (si acaso hubiera otro) depende de la investigación de la naturaleza.»
El desastroso efecto del desprecio de las operaciones manuales sobre el estudio y la enseñanza de la anatomía es un lugar común, pero nunca fue mejor descrito que por Vesalio, y ya que me he tomado el trabajo de verter su latín laborioso a nuestro llano lenguaje de hoy, transcribiré aquí aquella descripción.
«Cuando la realización de todas las operaciones manuales -escribe fue confiada a los barberos , no sólo perdieron los doctores el verdadero conocimiento de las vísceras, sino que pronto desapareció la práctica de la disección, sin duda porque los doctores no emprendían operaciones, en tanto que aquellos a quienes se encomendaban las tareas manuales eran demasiado ignorantes para leer las obras de los maestros de anatomía. Pero era
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además imposible que esos hombres preservaran para nosotros un difícil arte que habían aprendido sólo mecánicamente. Es igualmente inevitable el lastimoso desmembramiento del arte de curar introducido en nuestras escuelas por el deplorable procedimiento en boga, de que sea un hombre quien practica las disecciones y otro quien describe las partes. Este último se encarama en un púlpito cual si fuera un grajo y con un notable aire de desdén susurra informaciones sobre hechos que nunca conoció de primera mano pero que aprendió de memoria en libros ajenos, o cuya descripción tiene ante su vista. El disector, ignorante en las cosas del idioma, es incapaz de explicar la disección a la clase y se limita a ilustrar la demostración que debe ajustarse a las instrucciones del médico, en tanto que el médico jamás pone manos a la obra sino que, por el contrario, desdeñosamente esquiva el bulto, como vulgarmente se dice. De esta manera, todo se enseña mal; se malgastan los días en cuestiones absurdas, y en la confusión se enseña menos a la clase que lo que un carnicero en su establo podría enseñar a un doctor.»
Vemos que, según Vesalio, el estudio de la anatomía fue víctima de los prejuicios de una aristocracia poseedora de esclavos. Esto ocurrió después de la caída del Imperio Romano de Occidente, y la culpa fue principalmente de los doctores italianos corrompidos por el ejemplo de los antiguos romanos. Si, como yo pienso, el juicio de Vesalio es exacto, surge inmediatamente la cuestión de por
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qué el mismo prejuicio no habría tenido el mismo efecto entre 1os griegos.
Que los griegos pronto sintieron desprecio por el trabajo manual, lo sabemos con certeza. Herodoto, escribiendo a mediados del siglo v, lo señala. «Entre los griegos, lo mismo que entre los egipcios, los tracios, los escitas, los persas, los lidios y casi todos los no-griegos -nos dice se tiene menos estima por los que aprenden un oficio, y los hijos de los que aprenden un oficio, que por el resto de los ciudadanos. Nobles son quienes han eludido el yugo del trabajo manual. El más alto honor está reservado a quienes se consagran a la guerra». Esta afirmación está totalmente de acuerdo con la cita de Jenofonte antes mencionada. La cuestión es si este desprecio por el trabajo manual afectó al arte de curar, entre los griegos.
A primera vista, parecía seguro que la adopción por todos del criterio señalado por Herodoto y Jenofonte debía obrar en detrimento de la ciencia y la práctica del cheirourgos o cirujano. En su diálogo El Político Platón señala las diferencias entre una ciencia práctica, como la carpintería; una ciencia puramente teórica, como la de los números, y una ciencia mixta, como la arquitectura, en la cual el teórico dirige el trabajo manual, pero no se ocupa en él. Esta diferenciación no es capciosa, sino, por el contrario, importante y necesaria. Capcioso fue el esfuerzo de la sociedad an
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tigua por asegurarse de que el trabajo manual fuera realizado por una sola clase, y la dirección y el pensamiento, por otra. Es a este vicio de la sociedad, que culpa Vesalio de la decadencia de la anatomía. Existe un pasaje de Aristóteles donde éste sugiere que el arte médico ya había padecido por el fatal divorcio entre la teoría y la práctica, que Vesalio señala en Italia después de la caída del Imperio de Occidente; pues Aristóteles nos dice que el nombre de médico se daba a tres clases de hombres: los que trabajaban con sus manos, los que dirigían el trabajo de otros y los amateurs ilustrados. Los primeros representarían a los artesanos, cuya posición decayó de manera continua; los segundos representarían a los hombres que habiendo eludido las indeseables asociaciones de artesanos se elevaron a la condición de arquitectos, y los terceros sugieren esa clase de hombres entregados sólo a «investigaciones teóricas».
No obstante, no puedo descubrir pruebas claras de que el prejuicio contra el trabajo manual constituyera entre los griegos un estorbo en el progreso de la ciencia de la anatomía. Desde Alcmaeón, en el siglo v a. J. C. hasta Galeno en el siglo II de la era cristiana, abundan los nombres de grandes anatomistas, y el progreso, si bien espasmódico, es demasiado notable para aceptar que la ciencia anatómica haya sufrido por culpa del prejuicio surgido de la estructura de la sociedad antigua. Las trayectorias de Aristóteles, Herófilo, Erasistrato, Hegetor, Ammonio, Antilo, Marino, 72
Rufo y Sorano desmienten esa conclusión. Celso, en sus libros VII y VIII donde trata de la cirugía, no proporciona fundamento alguno para aquel criterio. Como nos lo recuerda Vesalio, Galeno manifestaba con frecuencia orgullo de su propia habilidad manual. En resumen, digamos que por una razón, que expondré al fin de este ensayo, la investigación de la estructura del cuerpo humano pasó mucho tiempo sin padecer por la misma causa que interfirió ciertamente el desenvolvimiento de otras ciencias entre los griegos. La causa existía pero su influencia estaba inhibida; faltaba un agente catalítico para que se manifestara, y éste no existió hasta que, bajo el Imperio, el prejuicio social contra el esclavo fue reforzado por el prejuicio romano contra Grecia Puede decirse que Vesalio ha definido el fenómeno con rara precisión cuando atribuye la decadencia de la anatomía a los doctores italianos, quienes, imitando a los antiguos romanos, comenzaron a despreciar el trabajo manual.
Pero si encaramos el segundo de los temas: las limitaciones de la práctica médica antigua respecto al tipo de pacientes que habitualmente asistía: son muy evidentes los signos de influencia de la estructura social sobre la medicina. «Los enfermos de nuestras ciudades -escribe Platón en Las Leyes son de dos clases: los esclavos y los hombres libres. Los esclavos son asistidos en su mayor parte, por esclavos que van a visitarlos o los esperan en sus consultorios. No hay discusiones entre médico y paciente sobre las particularidades
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de cada caso, sino que con aires de sábelotodo el médico prescribe algún remedio empírico, cual un dictador cuya palabra no debiera ser puesta en duda, y corre a asistir al próximo esclavo enfermo, librando así al médico ciudadano, de tener que atender a semejantes pacientes. Los hombres libres son, por lo general, atendidos por médicos que son hombres libres. Este realiza exámenes prolijos durante el curso de la enfermedad desde el comienzo, y recurre al interrogatorio del paciente y sus amigos para su diagnóstico; aprende del paciente tanto como éste de él y lo alienta con amables argumentos a recorrer el camino de la recuperación total».
Contraste tan vivo como el descrito aquí, entre la atención médica al alcance del esclavo, y la del hombre libre, encuentra un paralelo con el contraste existente entre los requerimientos médicos del obrero manual pobre, pero ciudadano al fin, y los del rico ocioso. Continúa siendo Platón nuestro informante; protesta contra la nueva moda de la medicina de revolotear junto a las exigencias de quienes no tienen más tarea que atender su propia salud. «Esculapio sabía bien -hace decir a Sócrates en La República que en un estado bien organizado cada hombre tiene una ocupación que atender, y por consiguiente no dispone de tiempo para enfermedades prolongadas. El sentido de esto es claro para nosotros en el caso del artesano, pero, por el contrario, no lo comprendemos así en el caso del rico:
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«-¿Qué quiere usted decir? -repuso Glaucón.
«-Quiero decir esto: cuando enferma el carpintero, requiere del médico un remedio vulgar pero eficaz: un emético, una purga, un cauterio o el bisturí. Ese es el remedio para él. Si alguien le prescribiera una serie de dietas, o le ordenara envolverse la cabeza y mantenerse abrigado, replicaría en el acto que no dispone de tiempo para estar enfermo; que no encuentra ventajas en una vida empleada en atender la enfermedad en detrimento de su tarea habitual. Despide, en consecuencia, al médico, reanuda su ritmo habitual de vida y, o mejora, vive y realiza su trabajo, o, si su constitución falla, la muerte lo libra de sus pesares.
«-Comprendo -dice Glaucón-, y es esa, naturalmente, la mejor forma de medicina para un hombre de su condición» (*).
No obstante ser estos pasajes tan familiares, su
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significado no se aclaró para mí hasta que leí el tratado De las Enfermedades Ocupacionales debido a aquel gran pionero del siglo XVIII, Bernardini Ramazzini; y lo llamo pionero del siglo XVIII aunque había nacido en 1633, pues vivió tanto como Platón y murió en su octogésimo primer año, en 1714. La terminación de la obra a la cual debe su inmortalidad pertenece al mismo fin de su vida. El texto completo de De morbis Artificum no se publicó hasta 1713.
En la ciudad de Módena donde vivió Ramazzini, los habitantes de las altas y colmadas casas, con el mejor criterio sanitario de la época, cuidaron que los pozos de desagüe conectados a los albañales que recorrían en todas las direcciones las calles de la ciudad, fueran limpiados en todas las casas cada tres años. «En una ocasión -escribe Ramazzini mientras este trabajo se realizaba en nuestra casa, observé que uno de los opearios hacía extraordinarios esfuerzos para terminar pronto
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su cometido. Compadeciéndolo por la cruel naturaleza de su trabajo, le pregunté por qué se afanaba tan febrilmente en lugar de evitar el cansancio operando a un ritmo más lento. Entonces el pobre hombre levantó los ojos del pozo y los fijó en los míos. Nadie que no lo haya hecho -me respondió puede imaginarse lo que significa pasar más de cuatro horas en este lugar; es peor que quedarse ciego.»
La encuesta tan favorablemente comenzada proporcionó buenos frutos. Ramazzini no olvidó nunca a aquel limpiador de letrinas. Súbdito de la República de Venecia -esa gran ciudad que según sus propias palabras «reunía en su seno todas las artes que separadamente hicieron a otras ciudades, ricas y populosas-» estaba profundamente convencido de la importancia de las artes mecánicas para el progreso de la civilización. «Si alguien duda de su utilidad -escribe-, que mida las diferencias entre los europeos y americanos, y otros habitantes del Nuevo Mundo.» Pero estaba igualmente impresionado por las lastimosas condiciones a que se veían expuestos sus operarios. «Debemos confesarnos -dice que muchas artes son causa de graves males para quienes se ocupan en ellas. Muchos artesanos han buscado en su trabajo sólo un medio de sostenerse en la vida y formar una familia, pero cuanto reciben de él es alguna enfermedad mortal, con el resultado de que pierden la vida en el trabajo que habían buscado para ganarla.» Ramazzini nos brinda más adelante su solución. «La medicina, como la iuris
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prudencia, debe contribuir al bienestar de los trabajadores, y vigilar, en la medida de lo posible, que éstos puedan cumplir con sus obligaciones sin daño. Así lo he hecho, por mi parte, y no he tenido reparos en encaminarme a los talleres más humildes para estudiar los misterios de las artes mecánicas.»
En el curso de su indagación, Ramazzini estudió las condiciones de trabajo y las enfermedades ocupacionales de los siguientes órdenes de operarios: mineros de metales, doradores, químicos, alfareros, hojalateros, vidrieros y fabricantes de espejos, pintores, trabajadores con azufre, herreros, trabajadores que operan con yeso y cal, boticarios, limpiadores de cloacas, bataneros, aceiteros, curtidores, queseros y otros operarios de tareas antihigiénicas, tabaqueros, transportadores de cadáveres, parteras, amas de leche, taberneros y cerveceros, panaderos y molineros, fabricantes de almidón, limpiadores y medidores de grano, picapedreros, lavanderas trabajadores de lino, cáñamo y seda, bañeros, fabricantes de sal, operarios que trabajan de pie y los que lo hacen en posiciones sedentarias, judíos (es decir, ropavejeros), mensajeros, lacayos, porteros, atletas, operarios que fatigan sus ojos en trabajos de precisión, maestros de canto, cantantes, etc.; labradores, pescadores, soldados, letrados, monjas, impresores, escribientes y notarios, reposteros, tejedores, caldereros, carpinteros, afiladores de navajas y lancetas, fabricantes de ladrillos, poceros, marineros y remeros, cazadores, jaboneros, etc.
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Como resultado final de su prolongada y ardua investigación encontramos, entre otros sabios consejos, este sorprendente agregado al arte hipocrático: «Cuando el médico visita un hogar de la clase trabajadora, que se contente con sentarse en un banco de tres patas si no encuentra una silla dorada, y que dedique tiempo al examen; y a las preguntas recomendadas por Hipócrates que agregue una más: ¿Cuál es su ocupación?» Ramazzini, como ya lo he señalado, es muy buen escritor. ¿Anunció alguien alguna vez con más agudeza y menos bambolla una innovación revolucionaria? En una sola frase de aspecto inocente caracteriza y supera la ciencia y la práctica médica de dos mil años.
La medicina hipocrática, según nos lo informan todos los investigadores competentes, se apoyaba en un concepto de equilibrio entre el organismo viviente y su medio; consideraba a la enfermedad como un esfuerzo por restaurar un equilibrio alterado, donde el deber del médico era cooperar con la naturaleza en el esfuerzo por asegurar el reajuste; por eso, el médico hipocrático, frecuentemente -y quizá normalmente forastero, era inducido a estudiar las principales características que rodeaban a los futuros pacientes, al llegar a cada nueva localidad. Tal es el tema de Aguas, Aires y Lugares. Como su nombre lo indica, eran las características naturales del lugar lo que se aconsejaba estudiar especialmente, al médico: el clima, la ubicación y la calidad del agua. También se le orientaba respecto a la constitución que po
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día hallar en los habitantes de una ciudad según vivieran bajo un despotismo oriental, o, por el contrario, disfrutaran de los beneficios de la libertad griega. Es decir, que hasta el medio político que rodeaba al paciente debía ser tomado en cuenta por el médico hipocrático. Los historiadores se han visto justamente sorprendidos por la comprensiva concepción de este antiguo manual médico. Cuando Ramazzini nos dice ahora qué debemos buscar, comprendemos en el acto cuál era la deficiencia. Pretendiendo ser un tratado sobre el medio, omite precisamente lo que bien podría calificarse de su elemento más importante, en lo que respecta a la salud y la enfermedad: la ocupación habitual del hombre. Las ocupaciones estudiadas por Ramazzini no diferían mucho de las practicadas entre los griegos. En Atenas y en Corinto, como en Venecia, había mineros, alfareros, herreros, bataneros, curtidores, parteras, nodrizas, panaderos, picapedreros, lavanderas, carpinteros, pescadores, labradores, y tantos otros; pero nadie había que atendiera sus afecciones típicas y tratara de encontrar un remedio para ellos. Hemos visto, en cambio, al médico de esclavos, que, sin tiempo para realizar exámenes prolijos, salta de paciente a paciente, o de artesano a artesano, que le solicitan remedios expeditivos por carecer de tiempo para tratamientos que exigen descanso y cuidados.
Cuando consideramos estos factores, pienso que se nos hace evidente que la medicina hipocrática era muy limitada al consagrarse a un solo sector
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de la población. Un tratado como Aguas, Aires y Lugares, escrito para médicos de ciudadanos, contempla sólo la posibilidad de pacientes ciudadanos y de miembros de la clase ociosa. Si alguien dudara de la veracidad de este juicio, le recomendaría que volviera sobre los cuatro libros del tratado hipocrático Régimen. El autor de ese importante y admirable tratado desarrolla la teoría de que la salud depende del equilibrio entre el alimento y el ejercicio; pero los alimentos aludidos no hacen pensar en la dieta de un alfarero o de un labrador, ni los ejercicios recomendados guardan relación alguna con el trabajo. Sería erróneo suponer, en consecuencia, que la carne de vaca, cabra, cabrito, cerdo, camero, cordero, asno, caballo, perro, jabalí, ciervo, liebre, zorro o erizo formaron parte de la dieta normal del trabajador, esclavo u hombre libre, no menos que las palomas, perdices, gallos, tórtolas, gansos, patos y otras aves de pantano o de río. No menos erróneo sería suponer que los siguientes consejos se refieren a los ejercicios del trabajador: «Los ejercicios deben ser abundantes y de todas clases: Carreras en la pista doble, aumentadas gradualmente; torsiones, luego de aceitados, comenzando por ejercicios livianos y extendiéndolos gradualmente; marchas enérgicas después de los ejercicios; cortas marchas al sol después de comer; largas caminatas por la mañana temprano, tranquilas al comenzar, aumentándolas hasta hacerlas violentas, para terminar otra vez suavemente.»
Tampoco parece dirigido al trabajador el si
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guiente aviso: «Los pacientes deben tomar baños calientes, dormir en lecho blando y embriagarse una o dos veces, pero no en exceso; tener contacto sexual después de libaciones moderadas, y dejar el ejercicio, con excepción de la marcha.» Este era el tipo de medicina que ofendía el gusto y el buen sentido de Platón.
Como dije al principio de este ensayo, pasó mucho tiempo hasta que el prejuicio contra el trabajo manual ejerció su influencia perniciosa sobre el nivel de la cirugía, al punto que la práctica de la anatomía desapareció, y la medicina dejó de ser, en consecuencia una disciplina científica. Pero los efectos de ese prejuicio se hicieron sentir en otros campos del arte médico mucho antes, y con resultados mucho peores; pues, tan pronto como se establecieron las diferencias de clase de la sociedad antigua, el cuidado de la salud de la población laboriosa dejó de interesar a los cultores de la medicina científica, con el resultado que todo el problema de la salud y la enfermedad, en cuanto se vinculaba a las ocupaciones de la población laboriosa, quedaba fuera de consideración. Sólo en estas circunstancias se explica que un eminente hombre de ciencia, como lo era el autor de Régimen, considere el problema de la salud sobre la base de que el paciente no tiene nada que hacer más que comer, beber y distraerse. Por no haber comprendido los historiadores modernos la estrechez de la base de este tipo de ciencia médica -y sólo por eso- ha sido posible que se calificara al autor de Régimen de
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«Padre de la Medicina Preventiva». De ningún modo merece ese título; mucho mejor podría calificársele, con el mismo espíritu del ataque platónico, de «Padre del Valetudinarianismo».
Además, el desarrollo de la medicina dentro de tales orientaciones la hace inútil en relación a las necesidades de la masa, aun en aquellas ocasiones en que se creyó deseable atenderlas. He aquí otra de las lecciones que podemos aprender en Ramazzini. Escuchémosle cuando se refiere al arte hipocrático tal como se les aplicaba a los labradores, en su propia época; comienza con una cita de Virgilio:
«O fortunatos nimium, sua si bona norint, Agricolas.»
«Así cantaba en la antigüedad el príncipe de los poetas y sus palabras eran quizá aplicables a aquella vieja estirpe que araba los campos paternos con sus propios bueyes, pero no son ya tan ciertas aplicadas al labrador de nuestros días, quien trabaja inexorablemente en campos ajenos, y debe luchar al mismo tiempo con la pobreza atroz, ¿y con qué resultado? Las enfermedades que amenazan a las poblaciones agrícolas, por lo menos en Italia, y especialmente en ambas márgenes del Po, son, en primer lugar, la pleuresía, inflamación de los pulmones, el asma, los cólicos, la erisipela, la oftalmia, las anginas, los dolores de muelas y la caída de los dientes. Las causas determinantes son dos: el clima y la miseria de la alimentación... los errores que yo observo en el tratamiento de esta clase de hombres, son muchos, y
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surgen del hecho de suponer que los labriegos, por su constitución más robusta, pueden tolerar remedios más enérgicos que las gentes de las ciudades; pero no puedo, por mi parte, ocultar la lástima que me produce contemplar a los campesinos miserables traídos a los hospitales públicos desde todas partes, que se confían al cuidado de jóvenes médicos recién salidos de las aulas, pues éstos los agotan con purgas enérgicas y sangrías reiteradas, sin ninguna contemplación al hecho de que están totalmente desacostumbrados a tan violentos remedios, y que tienen constituciones débiles debido, precisamente, a las tareas que han soportado. Por estas razones, muchos labriegos prefieren morir en sus chozas en lugar de decir adiós a la vida en un hospital, desangradas sus venas y exprimidas por purgantes sus entrañas. Todos los años, al término de las cosechas en los alrededores de Roma, los hospitales de la ciudad se llenan con un tropel de dolientes agosteros. ¿Quién puede decir entonces si es la Muerte con su guadaña o el sangrador con su bisturí quien recoge más rica cosecha de vidas ?».
También de los fabricantes de ladrillos escribe:
«Estos trabajadores salen casi siempre de la clase de los campesinos, por eso, si se ven atacados por la fiebre acuden a sus cabañas y lo dejan todo librado enteramente a la naturaleza, o son llevados a los hospitales, donde se los trata, como a otro cualquiera, con los remedios habituales: purgas y sangrías, pues los médicos nada saben
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de la forma de vida de esos trabajadores, exhaustos y postrados por interminables faenas.»
Agrega a continuación esta sensata advertencia: «Para estos obreros miserables el mejor remedio sería un baño de agua fresca, al principio, es decir, cuando comienzan a tener fiebre; pues tienen la piel áspera y reseca por el barro; al humedecerla y abrir los poros, se deja a la fiebre una salida.»
Tal el espíritu y tal el contenido de las reformas de Ramazzini en el arte de Hipócrates. Más de dos mil años habían pasado entre Ramazzini y su ilustre predecesor, quien enseñó aquello de: «Donde existe amor a la humanidad hay amor a la técnica. Largo lapso que hace que nos preguntemos si no será totalmente erróneo interpretar el aforismo hipocrático como yo mismo he creído que podría entenderse: equivalente a «Donde hay amor al arte, hay amor a la humanidad». En realidad, pensemos que aunque en la antigüedad clásica es posible hablar de los derechos de los ciudadanos, es casi imposible hablar de los derechos del hombre. Lenta evolución, no de la naturaleza humana en principio, sino de su dominio sobre la naturaleza inanimada, que tuvo que cumplirse antes de que hasta los hombres de más visión se aventuraran a señalar las ventajas de extender los beneficios de la atención médica a todos los niveles de la población laboriosa. Tuvieron que pasar otros doscientos años para que un gobierno organizara esa atención e incluyera en su Cons
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titución que el goce de atención médica gratuita es un derecho fundamental del individuo.
Volviendo sobre el tercero y último de los temas, es decir, sobre la invasión de la ciencia médica por conceptos filosóficos apriorísticos, diré que, en mi opinión, ese proceso acompañó la transformación del arte de curar que, de oficio enseñado a los aprendices, pasó a ser un arte liberal
J estudiado en libros y escritos. También aquí recurriré a textos de Vesalio. Las láminas anatómicas con que Vesalio ilustra De Fábrica constituyen un jalón en la historia de la anatomía y aún hoy suscitan admiración. Causa sorpresa observar, por eso mismo, que en el prefacio se crea obligado a defender y justificar la preparación y publicación de esas láminas. Nos hemos enterado de que sus detractores aprovecharon la oportunidad de su publicación para acusar a Vesalio (¡nada menos que a Vesalio!) de querer substituir con láminas el conocimiento directo del cuerpo en disección. Su respuesta interesa a la historia primitiva de la medicina. «Con toda seguridad -escribe que si hubiera perdurado hasta nuestros días la costumbre de los antiguos; me refiero a la de acostumbrar a los jóvenes a realizar disecciones en su casa, como se les enseña a escribir y leer, gustoso consentiría en dispensarles, no sólo de las láminas, sino también de todo comentario. Pues los antiguos comenzaron a escribir acerca de la disección recién cuando pensaron que estaban obligados a transmitir el arte, no sólo a sus hijos, sino también a los ex
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traños a quienes respetaban por sus virtudes. Tan pronto como los jóvenes dejaron de ser ejercitados en la disección ocurrió inevitablemente que aprendieron peor la anatomía, ya que el ejercicio abolido era el que habitualmente los iniciaba a edad temprana. Tanto es así que desde que el arte salió de la familia de los Asclepios decayó durante tantos siglos que hoy necesitamos libros para conservar una visión completa de él».
Hasta aquí, Vesalio. Queda por preguntarse si se justifica ese punto de vista. ¿ Es verdad que mientras la medicina fue un oficio transmitido verbalmente de padres a hijos conoció un estado floreciente y que sólo después de muchos siglos de decadencia comenzó a ser confiada a la escritura? Nos parece que la respuesta es que hay algo de cierto en las palabras de Vesalio, pero que su juicio debe ser rectificado a la luz de los conocimientos modernos.
El progreso de la arqueología moderna, en el último par de generaciones, ha cambiado el carácter del problema del origen de la civilización y de las artes de la vida civilizada. Es ya razonablemente claro que la civilización debe su advenimiento a media docena de invenciones fundamentales nacidas en la región de los valles fértiles, alrededor de los años 6000 al 4.000 a. de J. C. Fue porque el hombre aprendió a controlar la producción de alimento por medio de la agricultura y el acopio de comida, a guardar en recipientes de barro a construir sus propias casas de piedra o ladrillo, ya dominar el oficio de he-
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rrero, que fue posible el complicado modo de vivir que llamamos civilización. Luego, las nuevas necesidades de la civilización originaron la escritura. Simultáneamente, la sociedad tendió a dividirse en una clase trabajadora y en una clase administradora. Los operarios de todas las artes y oficios, productores del excedente que hizo posible la civilización, fueron formando poco a poco el estrato más bajo de la sociedad. Ese es el proceso descrito por Herodoto con las palabras: «se tiene menos estima por los que aprenden un oficio, que por el resto de los ciudadanos», y esto fue más cierto para algunos oficios que para otros. El herrero, el alfarero y el agricultor descendieron cada vez más en la escala social; el escriba, por el contrario, fue un auxiliar de la administración. La pericia del herrero, el alfarero y el labrador participó del mismo desprecio que inspiraban esos hombres, pero todo lo escrito fue apreciado.
En tales condiciones, la sociedad perdió con el tiempo todo verdadero sentido de su propio origen. Las invenciones fundamentales, los mejores títulos del hombre, fueron adjudicadas ya a los dioses, ya a los filósofos. Para Hornero, Esculapio fue un hombre; para Platón, un dios. Al introducir la ficción de unos fundadores divinos de las artes, se abre el camino a la degradación de los operarios. En la opinión del filósofo estoico Posidonio del siglo II a. de J. c. todos los descubrimientos fundamentales -la agricultura, la alfarería, la rueda, la hilandería, la tejeduría. la car-
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pintería, la metalurgia y la arquitectura se debían a los filósofos, quienes los habrían enseñado a los esclavos. El ingenio requerido por aquellas invenciones era demasiado para un esclavo, y el peso de su faena, excesivo para un filósofo; en cambio, la opinión moderna es que tanto los filósofos como los esclavos fueron un producto de la primera revolución industrial. Las artes y oficios de las que Posidonio suponía que sólo podían ser invención de los filósofos, fueron, en realidad, las bases materiales de la primera aparición del género Filósofo.
Y es desde este punto de vista, y en este medio social que debemos considerar al más extraordinario producto de entre todos los escritos científicos de la antigua Grecia: el tratado hipocrático llamado De la Medicina Antigua. El propósito del autor de este tratado del siglo vera preservar la tradición de lo que él, ya en época tan temprana, llama medicina antigua, amenazada por las vacuas especulaciones de ciertos filósofos naturales. Estoy cierto de que Vesalio pensaba en este tratado al decir que el arte médico había decaído durante siglos antes de ser confiado a los libros; y aunque sería casi seguramente erróneo no ver sino pérdida en el proceso por el cual el arte médico se transmite en forma escrita, la opinión de Vesalio parecería ser bastante justificada; porque el tratado De la Medicina Antigua es, en efecto, una discusión sobre los peligros que amenazaron a la medicina en su transformación de oficio a arte liberal. Es el alegato de un hábil operador manual contra el
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teorizador carente de conocimientos prácticos sobre el tema. Para él, el curador debe ser designado aún con el viejo y honorable título de demiourgos) o servidor público del clan. El arte que trata de proteger es una tradición antiquísima cuyo origen precede al nacimiento de la misma civilización.
Comienza el tratado con una protesta contra la intromisión de las nociones filosóficas de la escuela de Empédocles en la teoría médica. Empédocles había reconocido cuatro clases de materia: Tierra, Aire, Agua y Fuego, y analizó después esos elementos -que así los denominaba en combinación con cuatro principios: Calor, Frío, Humedad y Sequedad. Ciertos médicos, atraídos por ese análisis, quisieron aplicar al arte de curar la nueva filosofía. Aspiraban a reducir todas las causas de enfermedad al exceso de uno u otro de los cuatro principios, ya curar en cada caso aplicando el principio opuesto. ¿Qué podía responder a esto nuestro humilde curador práctico?
La respuesta es simple y aplastante. Supongamos, dice, que vuestro médico-filósofo diagnostique en su paciente el padecimiento de un exceso del principio del Frío; presumiblemente recomendará como correctivo una dosis del Calor. Pero el paciente, cuya experiencia nunca lo ha enfrentado con el Calor aislado, preguntará en el acto: «¿Qué cosa caliente?» en respuesta a lo cual el filósofo deberá limitarse a decir tonterías o a recomendar cualquier cosa corriente. Mas cualquiera que sea la cosa que recomiende, tendrá muchas
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otras cualidades además de calor, y muchas de ellas serán mucho más importantes que el calor para la salud del paciente. Pues, en tanto que el mantenimiento de una temperatura adecuada es, en gran medida, una de las funciones del organismo viviente, otras cualidades del alimento, tales como la dulzura o amargura, tienen mayor efecto sobre la salud. En consecuencia se recomendaba al filósofo que aplicara sus huecos postulados a especulaciones sobre las cosas del cielo o de debajo de la tierra, pero que no lo trajera a la órbita de la ciencia médica donde todo debía someterse a la prueba de la experiencia.
El autor nos brinda más adelante un bosquejo del desarrollo de la medicina, notable por la imaginación histórica que revela. Considera que la medicina comenzó al adoptar el hombre una dieta diferente a la de los animales. Los refinamientos adoptados después, al diferenciar el régimen de los inválidos del de los sanos, constituyen una continuación del proceso primero. Aún continúa la investigación, y siempre se logran progresos; pero ni en el pasado ni en el presente fue la medicina una creación de dioses o filósofos, sino el resultado de la experiencia acumulada por incontables generaciones de hombres consagrados a estudiar los problemas de la salud y la enfermedad mientras socorrían las necesidades de sus semejantes. Son ellos los forjadores del arte médico, y sus esfuerzos seguirán siendo fructíferos mientras se atengan a los métodos probados y aprendidos por experiencia.
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Dos puntos de esta argumentación son particularmente apropiados al tópico que tengo entre manos; en primer lugar el énfasis extraordinario que pone el autor al señalar que el verdadero médico es un cheirotechnes y un demiourgos J es decir, un operario manual y un servidor público. Nuestra interpretación de este argumento sería seguramente errónea, si no comprendiéramos que el autor considera que esos atributos constituyen la característica más saliente de la tradición antigua de la ciencia médica. En realidad, no sólo defiende a la medicina de una nueva forma de teoría, sino también de una nueva clase de hombre. El arte de la medicina, según él lo comprende, había surgido en un tipo de sociedad donde los nombres de cheirotechnes y demiourgos eran títulos reverenciados; y ahora se veía amenazada por la aparición de un nuevo tipo de sociedad donde aquellos nombres arrastraban un estigma social. Las florecientes ciudades-estados del mundo griego en el siglo v contaban con una brillante cultura literaria que satisfacía las exigencias de la clase ociosa, siempre atenta a desvincularse del sector productivo de la sociedad. Brillantes especulaciones, como las de Empédocles, se difundieron rápidamente por todo el mundo de habla griega, configurando un estímulo intelectual para el dilatado público siempre ávido de novedades. La doctrina de los Cuatro Elementos, enunciada en Agrigento, Sicilia, logró pronto un calificado auditorio en Mileto y Efeso. Estos hechos tienen mucho interés para los historiadores de la cultu
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ra de la antigua Grecia. Pero es algo más importante y más sagrado lo que tenemos el privilegio de leer en De la Medicina Antigua. Es la digna protesta de un hombre que tiene que defender una disciplina científica y una función pública contra la excesiva importancia asignada a las charlas de moda en los salones filosóficos. Lo serio -.,-dice en las frases iniciales no es que esos filósofos estén equivocados, sino que se equivoquen respecto de un arte al que todos los hombres recurren en las crisis más importantes de sus vidas, ya cuyos operarios y practicantes honran grandemente cuando juzgan buenos.
El segundo punto que deseo señalar guarda estrecha relación con el primero. El sentido crítico tan agudo puesto de manifiesto por el autor de De la Medicina Antigua respecto de la doctrina de Empédocles sobre la existencia de un Calor , un Frío, una Sequedad y una Humedad absolutas, ha sido apreciado de manera muy superficial; pero el autor de De la Medicina Antigua protesta, no sólo contra la inutilidad de ese análisis para su aplicación a la práctica médica, sino también contra su mezquindad e ignorancia. Tal observación aparece en la frase inicial, y se manifiesta a todo lo largo de la obra. Los famosos opuestos de Empédocles son para él un puñado de paupérrimas abstracciones huecas. Es la suya la primera voz que se alza en defensa de la plétora de méritos de la ciencia positiva, y contra la estéril vaciedad de la metafísica. Para él, las propiedades de las cosas que afectan la salud del hombre no son tres o
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cuatro: son infinitamente diversas e infinitamente sutiles. «Sé que no es igual para el organismo humano -protesta que el pan sea de harina tamizada o no tamizada, y ésta de granos seleccionados o no elegidos; que sea amasado con mucha o con poca agua; que sea más o menos amasado; que esté horneado de más, o de menos; y hay otras incontables diferencias. ..Lo mismo cabe decir de la cebada. Las propiedades de cada variedad de grano son poderosas, y ninguno es igual a otro. ¿Cómo es posible que quien no ha considerado estas verdades, o las ha considerado sin sabiduría, pueda conocer algo acerca de las dolencias humanas? Cada una de esas diferencias produce en el ser humano un efecto y un cambio en uno u otro sentido, y sobre esas diferencias se basa la dieta del hombre, ya esté sano, convaleciente o enfermo.» A partir de aquí el autor comienza a complementar el puñado de conceptos de Empédocles con una lista de otros más significativos para la ciencia médica. Propiedades de los alimentos, tales como la amargura o el dulzor, la acidez, la cantidad de sal, la insipidez o la astringencia; en anatomía humana, la forma de los órganos; en fisiología humana, la capacidad del organismo para reaccionar ante un estímulo externo: tal es la abundante riqueza de ideas adquiridas por la experiencia práctica de quien utiliza las manos en la tarea de curar , y con la que el médico hipocrático del siglo v arrolla las pretensiones del médico filósofo cuya teoría se funda en hueros postulados.
Este fue el temperamento que salvó a la me
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dicina hipocrática, e hizo que entre todas las ciencias cultivadas por los griegos fuera la más próxima, en contenido y espíritu, a la ciencia moderna. Desde los primeros tiempos, cuando la medicina era un oficio enseñado por los maestros a los aprendices, la tradición de aprender directamente de la naturaleza se conservó, salvando así a la medicina del destino que cupo a otras ramas de la ciencia griega. El médico antiguo aprendió a comprender la función terapéutica de los alimentos, de las drogas y de los ejercicios; era cocinero, farmacéutico y masajista. Adquirió la habilidad de contener las hemorragias de las heridas, de aplicar vendajes, de entablillar miembros rotos, de preparar cataplasmas de harina, aceite y vino, y de acomodar dislocaciones. Junto a la destreza manual desarrolló esa agudeza de los sentidos y esa capacidad pata la observación directa de la naturaleza, que constituyen la gloria de la medicina hipocrática. El médico hipocrático no sólo recomienda a los estudiantes que «practiquen todas las operaciones realizándolas una vez con cada mano y también con ambas a la vez... con el objeto de adquirir habilidad, gracia, rapidez, soltura, elegancia y facilidad»; también les dice que para hacer un diagnóstico utilicen todos los sentidos: la vista, el tacto, el oído, el olfato y el gusto, tanto como la inteligencia. Tal, el carácter de la medicina griega, heredado de los primeros tiempos, que subsistió, al menos en cierto grado, a través de todas las vicisitudes de la sociedad de Grecia, y cuyos vestigios se encuentran hasta en
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el viejo Galeno, quien en sus últimos años se oponía a que fueran los esclavos quienes disecaran los monos en que realizaba sus observaciones. Siempre fue el médico un trabajador manual, y su cerebro logró excelentes resultados porque se aplicó a un material suministrado por la mano.
¡Qué distinto fue el destino de la física y la química! Allí los conceptos aristotélicos constituyeron una barrera insuperable para el progreso. Al aceptar los elementos de Empédocles: la Tierra, el Aire, el Agua y el Fuego, Aristóteles sostuvo que un substrato idéntico, la materia, era común a todos ellos. Todas las diferencias surgían de las formas. La Tierra era fría y seca; el Agua era fría y húmeda; el Aire era caliente y húmedo; el Fuego era caliente y seco. Este análisis cuantitativo hacía imposible todo progreso en química. Casi dos mil años después de Aristóteles se formularon en forma explícita los postulados fundamentales de la química moderna; esto es, la creencia en que existían cuerpos determinados, capaces de ser aislados por ciertos procedimientos, y recombinados para constituir nuevos compuestos. Paracelso puede parecer un pensador pobre comparado con Aristóteles; su sal, azufre y mercurio bien podían corresponder a substancias inexistentes, pero por el hecho mismo de intentar la descomposición de la materia en sus substancias elementales, y no según sus propiedades, hizo posible que la experimentación fuera fructífera y determinó el nacimiento de la química. Pero dos mil años antes de él, el autor de De la Medicina An
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tigua había ridiculizado la concepción empedocleana de la materia. Dos mil años antes la medicina había alcanzado la meta de ser una ciencia estrictamente positiva. Dos mil años es mucho tiempo. ¿Cómo se explica tanta demora? Antes de responder a esa pregunta hemos de plantearla más cuidadosamente. El autor de De la Medicina Antigua nos dice que los filósofos sostenían que no podía comprenderse la medicina sin entender primero la naturaleza del universo, a lo que opone la violenta réplica de que la verdad es precisamente opuesta, es decir, que no puede entenderse el universo sin haber estudiado antes la medicina, pues ninguna prueba puede confirmar las afirmaciones de los filósofos, en tanto que las afirmaciones del médico son ratificadas por la práctica diaria, y en asuntos experimentados en forma cotidiana por todos los hombres. Si un cultivador de la medicina pudo dar una respuesta tan clara a la pretenciosa aspiración del filósofo, ¿por qué no hizo otro tanto el químico primitivo ? Si quien estudió las dietas supo demostrar que la doctrina del Calor y el Frío, de la Humedad y la Sequedad, era inconsistente y torpe, y constituía un agravio a la inagotable variedad de la naturaleza orgánica, ¿por qué faltó el investigador de la naturaleza inorgánica que defendiera en forma análoga su propia ciencia? He aquí cuál pienso que es la respuesta: El autor de De la Medicina Antigua, al exaltar la copiosa variedad de la naturaleza orgánica, lo hace fundándose en una suma de conocimientos adqui
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ridos en su contacto directo con la naturaleza. ¿ Pudo alguien adquirir conocimientos semejantes de la naturaleza inorgánica por experiencia tan directa ? La respuesta puede ser sólo: el alfarero o el herrero. Para ellos, seguramente, las propiedades de los materiales trabajados no se reducían al Calor, al Frío, a la Humedad o la Sequedad, que tanto quehacer dieron a la lengua de generaciones de filósofos; aquellos eran moldeables, maleables, friables, fusibles, solubles, insolubles, porosos, impermeables, buenos o malos conductores del calor, elástico o inelástico, flexibles, quebradizos, pulibles, atacables o no atacables capaces o incapaces de tener bordes cortantes, y una porción de cosas más. Si era posible realizar cosas que no se encontraban en la naturaleza tales como el bronce, ello no se lograba aislando o combinando propiedades, sino mezclando substancias. Los herreros y los alfareros, que conocían esto, fueron los iniciadores de la química primitiva. ¿ Por qué no fueron capaces de defender las ciencias involucradas en sus oficios? Su condición no fue, en un principio, más baja que la del médico. Ellos eran también cheirotechnae y demiourgoi, operarios manuales al servicio de la comunidad. ¿ Por qué no desempeñaron el mismo papel que el médico, entonces, en el desarrollo de la ciencia primitiva?
Podría responderse que sus oficios, antes -y también en forma más completa-, que la mayor parte de los otros, sufrieron el desprecio de la sociedad. Eran las banausic, es decir, las ocupaciones mecánicas por excelencia. Fue de sus ta-
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reas que dijo Aristóteles que eran necesarias para la existencia de la ciudad, pero que inhabilitaban a los operarios para la ciudadanía. En estas condiciones, el conocimiento de la naturaleza que ellos solos poseían no podía pasar a formar parte de las especulaciones que sobre la naturaleza de las cosas se desarrollaban en la sociedad elegante. El florecimiento de una ciencia química era una imposibilidad social.
En tanto que la polis) o ciudad, logró expulsar pronto de su seno a los operarios de las artes banausicas) no pudo deshacerse en la misma forma de los médicos, operarios al fin, pues el material sobre el que éstos trabajaban eran los mismos ciudadanos. En realidad, el medio social triunfó al alejar del médico científico la atención de la salud de los obreros, con lo que infligió al arte de curar la más grave de las heridas. Pero, si bien es cierto que los esclavos eran atendidos por esclavos, los ciudadanos fueron atendidos por ciudadanos, y un oficio -por lo menos subsistió en el seno de la ciudadanía y compartió con ella la creciente cultura literaria. Cupo así al médico una posición única y privilegiada: conservar la consideración de la sociedad y seguir siendo un trabajador manual.
Como tal constituye el médico la más noble y sana de las figuras de la antigüedad clásica. Aportó a la cultura antigua lo más sólido de su ciencia y lo más puro de su ética. No es raro, por eso,
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que la medicina griega ocupara una posición excepcionalmente privilegiada en el Renacimiento, en la fase de nacimiento de la tradición científica y humanista del mundo moderno. No sólo produjo a Vesalio y Ramazzini. En el siglo XVI la medicina era parte imprescindible de la educación científica; hasta un Copérnico la estudió. Ninguna disciplina antigua era más adecuada para guiar a una mentalidad indecisa por el puente que separa la escolástica de la ciencia moderna. Y ello porque, como espero haber contribuido con el presente trabajo a su mejor esclarecimiento, ninguna otra ciencia presenta tan felizmente hermanados al cerebro y la mano.