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AMICUS PLATO SED MAGIS AMICA VERITAS

Debate sobre la película LOS SANTOS INOCENTES

Os paso el siguiente enlace y contenido para que entréis en materia:

http://www.civilcinema.cl/critica.cgi?c=22

Al reciente largometraje de Mario Camus concurren muchos de los factores que normalmente se asocian con una película de categoría. Hay una fuente literaria más o menos prestigiosa, representada por la exitosa novela de Miguel Delibes. Hay un tema de indiscutible relevancia social. A eso se agrega un conjunto de soberbias interpretaciones y, por último, una puesta en escena que, además de cuidadosa, se juega el todo por el todo en el rescate de una cierta poesía dolorida y amarga que siempre será bien recibida por los sectores más sensibles y compasivos del público.

Quizás haya una mezcla de verdades, confusiones y falacias en todo esto. Aun en el caso en que los señalados factores sean certeros y auténticos –y hay razones para pensar que algunos lo son- lo cierto es que ni separados ni en conjunto hacen una buena película en la medida en que hayan sido convocados, como en este caso, en torno a una mirada y a una estructura discutible y poco convincente.

Los santos inocentes prolonga una experiencia de cine literario que en La colmena resultó satisfactoria y que reportó amplios reconocimientos al director Mario Camus y al guionista José Luis Dibildos. Satisfactoria y todo, sin embargo, ya entonces era perceptible en la realización una velada glorificación del pesimismo, la miseria y la derrota, con caracteres que se querían poéticos. Ese rasgo o tendencia ha sido amplificado hasta extremos obsesivos en Los santos inocentes, dando lugar a un ejercicio casi voluptuoso de motivos pietistas y feroces que interrogan sobre las fronteras de la condición humana y los alcances de la insensibilidad de los poderosos. Este discurso puede no sólo ser valedero sino también necesario, pero lo cierto es que se torna discutible desde que las imágenes lo asumen como una tesis probatoria que despoja a la película de toda espontaneidad y la sumerge en la implacable lógica de la fatalidad. Tarde o temprano esta vía mueve a suplantar la inspiración por el cálculo y a transformar los personajes en agentes inanimados de un teorema ideológico y moral que ninguno de ellos podrá alterar porque ha sido definido de antemano, en los inexpugnables bastiones de la estética y de la buena conciencia.

Esta impostura era casi imperceptible en La colmena porque al fin y al cabo en esa realización primaba una mirada indulgente que cubría por igual a casi todos los personajes, con escasas excepciones. En ese mundo de privaciones y de vidas laceradas por la marginalidad y la represión, todos tenían sus razones y hasta las pequeñas bribonadas eran un síntoma entrañable de poesía y humanidad. No ocurre lo mismo en Los santos inocentes donde la distinción entre buenos y malos, asociada a la de ricos y pobres, a la de opresores y humillados, tienen los caracteres de una escisión insalvable, no por lo que los personajes sean o hagan sino única y exclusivamente por lo que ellos representan. Que los poderosos sean invariablemente estúpidos, insensibles, lascivos, crueles o arrogantes no es más que una consecuencia inevitable de una posición que la película ha adoptado incluso antes de rodarse.

En términos no sólo de credibilidad sino también de ética narrativa, este enfoque es deplorable. Y deplorable no por la condena que en este caso impone a los ricos –que por lo demás, a lo mejor se merecen- sino por el reduccionismo envuelto en el intento de definir a los personajes por un solo de sus rasgos o atributos. A unos por lo que sufre y a otros por lo que hacen sufrir. A éstos por su evangélica sencillez y a éstos por la estupidez y la crueldad. Estas simplificaciones, proyectadas al campo social, son especialmente poco convincentes, pero la misma perversión está presente en otras dimensiones de la obra (una de las figuras, por ejemplo, es todo lo concupiscente y adúltera que una mujer puede ser y su marido todo lo bobo y cornudo que sea dable imaginar).

El viejo maestro del cine francés Jean Renoir, que algo sabía de estas cosas, que no era precisamente un conformista y que incluso debió pagar muy caro sus simpatías por la izquierda, solía dar cuenta de la nobleza de su moralidad artística cuando señalaba que el primer deber de un cineasta es amar entrañablemente a sus personajes y tratar de entender las razones que tuvieran, aunque no necesariamente debiera compartirlas. Este compromiso es el que falta en Los santos inocentes y es el que hubiera podido eximir a los personajes de su condición de fantoches. Fantoches abominables en algunos casos y fantoches desgarradores en otros, pero fantoches siempre, al fin y al cabo.

LA NOVELA Y EL FILME

Al margen de su dramática insuficiencia de libertad creativa, Los santos inocentes es una experiencia de interés por numerosos conceptos. Argumentalmente la película es la historia de una familia de labriegos sometida, en un cortijo de caza de Extremadura, a la persistencia de las estructuras de dominación feudal de la sociedad rural española. La familia está compuesta por Paco el Bajo, su esposa Régula, sus hijos Nieves, Quirce y una niña catatónica y el hermano de la esposa, Azarías, un retardado que ha sido expulsado de una finca vecina luego de desempeñarse en ella por más de 60 años. Frente a ellos, y contra ellos, están los propietarios de la hacienda, la señora marquesa y su hijo es señorito Iván, y los administradores del predio, el estólido don Pedro y su fogosa esposa, doña Purita. Como Rocco y sus hermanos, esa memorable ópera familiar de Visconti, Los santos inocentes se divide en capítulos rotulados con el nombre de los personajes oprimidos, cada uno de los cuales narra un fragmento de la historia familiar en distintos espacios de tiempo. Esta falta de continuidad temporal puede introducir más de alguna confusión para amplios sectores del público, dado que el espectador tiende a creer que cada capítulo sucede temporalmente al anterior. En este caso no es así.

Fiel sólo en líneas generales a la novela en que se inspira, la película, además de los señalados desfases temporales, introduce algunos temas que en el libro no están. Valga decir que probablemente el filme sea un trabajo mucho más acabado que el de la novela, cuyas ideas, junto con escasas, suelen ser confusas. En general el libro de Delibes no es precisamente un motivo de orgullo para la narrativa hispánica actual. Su relato obedece a un añejo pie forzado, que podría caracterizarse como fobia al punto aparte, y es el tipo de novelas que lleva a preguntarse hasta qué punto, en relación al español de la literatura latinoamericana, el idioma peninsular no está en serios riesgos de convertirse en la última de las lenguas muertas. Esta conjetura tal vez responda a una exageración, pero también a un sentimiento objetivo ante un relato sin mucha sustancia y viciado por manierismos infames de comienzo a fin.

Entre las dos ideas que la cinta desarrolla al margen de su base literaria, la oposición entre mundo urbano y rural posiblemente sea la más importante. Esa oposición está desplegada en torno al destino de los hijos de la familia protagónica –Nieves y Quirce- e induce a mirar el proceso de industrialización español como una instancia de emancipación social. La perspectiva es cuando menos curiosa en estos días, si se considera que ese proceso de industrialización atrajo a las ciudades a amplios sectores del campesinado, asignándoles condiciones de vida que tal vez no fueron peores que las del campo, pero sí distintas. De partida mucho más desarraigadas, mucho menos solidarias (a pesar de todas las injusticias de formas de relación todavía atadas al esquema feudal), decididamente transculturizadas por emplear una expresión entrañable a la sociología de hace algunos años, y animadas por inciertas expectativas de mejoramiento de las condiciones de vida. Un cineasta que se apasionó por este tema, Pier Paolo Pasolini, por cierto estaría muy lejos de suscribir el planteamiento de la película de Camus. Buena parte de su obra fue un rescate incluso de la brutalidad del mundo arcaico y un desgarrador lamento a raíz de su desplazamiento por parte del mundo industrial o moderno. En la óptica de Pasolini el destino del campesinado reclutado por las ciudades en las sociedades industrializadas era la prostitución física, cultural y ética, la marginalidad permanente y el insumo básico para la constitución del lumpen urbano.

LA ESPAÑA NEGRA

Otras de las dimensiones rescatables del filme de Camus, mucho más que la novela de Delibes, es su vocación esperpéntica, vinculada a una corriente –subterránea o manifiesta- muy sombría del arte español, desde Goya a Valle Inclán, desde el Lazarillo de Tormes a Buñuel. Tal vez constituya la arista más sólida y respetable de la película. Más sólida que sus ideas sociales y más respetable que su fatalismo profesionalizado. En este caso concreto, esa vocación alcanza su paroxismo en la composición de la figura de Azarías por parte del actor Francisco Rabal y en la complacencia de las imágenes con detalles monstruosos del mundo en el cual se desenvuelve la cinta.

Sin embargo tampoco en este aspecto la realización está libre de reparo. Buena parte de la ferocidad de las situaciones, buena parte de su miserabilismo, está neutralizado por ese género de disciplina estética, tan característica de cierto cine actual, que transforma el horror en belleza y los datos más lacerantes de la descomposición humana en motivo de elaboradas combinaciones visuales. Imágenes así se hacen admirar primero por sus refinamientos fotográficos y sólo en segunda instancia por sus potencialidades para conmover u horrorizar. Indudablemente esta suerte de esquizofrenia le resta fuerza y virulencia a una obra que se plantea como definitiva en uno y otro atributo.

En cualquier caso, la carga emocional de Los santos inocentes no es desdeñable. Diversos pasajes, como la visita final de Quirce a Azarías en el manicomio, respiran autenticidad y revelan que las insuficiencias de la película, antes que de una falta de percepción cinematográfica, provienen de la muletillas y restricciones ideológicas y estéticas que Mario Camus se autoimpuso con miras a ennoblecer culturalmente su material. Queda en definitiva la impresión de que trabajando sobre esquemas más libres, menos presionados por simplificaciones de toda índole, menos dependientes de la literatura y del prestigio académico, el cine de Camus podría ir mucho más lejos, abriéndose a la inspiración y a la libertad. Si en cambio persiste en la línea de trabajo que ha elegido en sus dos últimos largometrajes –con harto mejor suerte en La colmena- lo único que conseguirá será unir su nombre a mausoleos culturales donde descansan los proyectos de tantos cineastas que se creyeron servidores no de la vida sino del arte, no de la verdad sino de la estética.

 

José Luis Lucas

 

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